Confiar es dar confianza

En el mundo de la sanación a través de la toma de conciencia, hay que saber y tener bien claro qué es realmente confiar. Estamos muy acostumbrados a confiar en las personas que cumplen con nuestra definición de personalidad noble en la que se puede confiar. Sin embargo, esto es lo opuesto a la verdadera confianza. Cuantas veces hemos oído de alguien ese típico «cuenta conmigo para lo que necesites» y cuantas veces no era real. Esto sucede porque basamos la confianza en algo futuro, en una expectativa de algo que se quiere vender al otro para que en ese momento tengamos la aprobación ajena. Y no siempre sabemos lo que decimos ni mucho menos el compromiso que ello requiere. En ese barullo mental de autoengaños basamos nuestras relaciones personales. Decimos que confiamos en alguien cuando consideramos que la conducta de esa persona cumple los cánones que uno mismo ha establecido para poder confiar o desconfiar. En esos patrones, nunca o casi nunca dejamos posibilidad al cambio, a una nueva manera de pensar y percibir las acciones de otro, y así, completamente ignorantes, vagamos entre la falsa confianza y la ilusoria amistad. Ser amigo de alguien o confiar en alguien, es algo más sencillo y más profundo. Cuando alguien sana un síntoma, siempre existe una parte del proceso en el que se tiene que entregar a algo que vaya más allá de sus ideas y expectativas, pues es la mente con sus conceptos la que ha creado la incoherencia a base de querer otorgarle realidad a lo que es de naturaleza ilusoria. En ese punto del proceso, es la inteligencia biológica la que asume el cambio entendiendo que la mente está abierta a una nueva intención. En realidad, no sanamos nosotros. Sanamos nosotros a través de la inteligencia de la vida. Nosotros sólo nos damos el permiso para que la sanación se produzca. Y esa confianza que depositamos en los procesos naturales que percibimos como verdades más profundas que se sustentan en un sentir, es la única que podemos llamar confianza. Esa verdad, esa vida que sana y reconduce nuestra actitud dándonos un norte claro, la tenemos todos, y en esa verdad de cada uno de nosotros sí se puede confiar porque esa no falla nunca. Obviamente, esto es lo apuesto a buscar la confianza en las creencias y conductas de una persona. Eso forma parte de la demencia del ego que quiere establecer a toda costa sus reglas en las relaciones y decidir en cada momento qué persona es digna de su confianza y quién no. En su locura, el ego no se da cuenta que es el mismo en todos y que sólo se está proyectando una y otra vez en los demás confundiendo proyección con realidad. Por eso, en los egos de las personas, en las personalidades, no se puede confiar nunca. La verdadera confianza reside en esa inteligencia que está dentro de ti y que habla un lenguaje más intuitivo, más emocional. Alguien que se sincere con sus emociones y que acepte esas partes de sí mismo con plena aceptación, es alguien en quién se puede confiar, ya que la misma paciencia y determinación que tiene consigo la tendra contigo. Así, confiar es el acto de dar confianza incondicionalmente a la inteligencia de la vida que hay en nosotros y en todas partes. No necesariamente tenemos que comprender para aceptar. Cuando no fijamos esta premisa es justo cuando nos volvemos desconfiados y acusamos a los demás de no ser personas en las que se pueda confiar sin darnos cuenta de la proyección. En Un Curso de MIlagros, nos explican magistralmente los pasos a dar para un correcto desarrollo de la confianza:

Confianza

He aquí la base sobre la que descansa su capacidad para llevar a cabo su función. La percepción es el resultado de lo que se ha aprendido. De hecho, la percepción es lo que se ha aprendido, ya que causa y efecto nunca se encuentran separados. Los maestros de Dios tienen confianza en el mundo porque han aprendido que no está regido por las leyes que el mundo inventó. Está regido por un Poder que se encuentra en ellos, pero que no es de ellos. Este Poder es el que mantiene todas las cosas a salvo. Mediante este Poder los maestros de Dios contemplan un mundo perdonado.

Una vez que hemos experimentado ese Poder, es imposible volver a confiar en nuestra
insignificante fuerza propia. ¿Quién trataría de volar con las minúsculas alas de un gorrión, cuando se le ha dado el formidable poder de un águila? ¿Y quién pondría su fe en las miserables ofrendas del ego, cuando los dones de Dios se encuentran desplegados ante él? ¿Qué induce a los maestros de Dios a efectuar ese cambio?


Desarrollo de la confianza

En primer lugar, tienen que pasar por lo que podría calificarse como un «período de deshacimiento». Ello no tiene por qué ser doloroso, aunque normalmente lo es. Durante ese período parece como si nos estuviesen quitando las cosas, y raramente se comprende en un principio que estamos simplemente reconociendo su falta de valor. ¿De qué otro modo se iba a poder percibir lo que no tiene valor, a no ser que el perceptor estuviese en una posición desde la que no puede sino ver las cosas de otra manera? Aún no ha llegado al punto en el que puede efectuar el cambio interno totalmente. Por ello, el plan a veces requiere que se efectúen cambios en lo que parecen ser las circunstancias externas. Estos cambios son siempre beneficiosos. Una vez que el maestro de Dios ha aprendido esto, pasa a la segunda fase.

Ahora el maestro de Dios tiene que pasar por un «período de selección». Este período es siempre bastante difícil, pues al haber aprendido que los cambios que se producen en su vida son siempre beneficiosos, tiene entonces que tomar todas sus decisiones sobre la base de si contribuyen a que el beneficio sea mayor o menor. Descubrirá que muchas cosas, si no la mayoría de las que antes valoraba, tan sólo obstruyen su capacidad para transferir lo que ha aprendido a las nuevas situaciones que se le presentan. Puesto que ha valorado lo que en verdad no vale nada, no generalizará la lección por temor a lo que cree pueda perder o deba sacrificar. Se necesita haber aprendido mucho para poder llegar a entender que todas las cosas, acontecimientos, encuentros y circunstancias son provechosos. Sólo en la medida en que son provechosos, deberá concedérseles algún grado de realidad en este mundo de ilusiones. La palabra «valor» no puede aplicarse a nada más.

La tercera fase por la que el maestro de Dios tiene que pasar podría llamarse «un período de
renuncia». Si se interpreta esto como una renuncia a lo que es deseable, se generará un enorme conflicto. Son pocos los maestros de Dios que se escapan completamente de esta zozobra. No tiene ningún sentido, no obstante, separar lo que tiene valor de lo que no lo tiene, a menos que se dé el paso que sigue naturalmente. Por lo tanto, el período de transición tiende a ser un período en el que el maestro de Dios se siente obligado a sacrificar sus propios intereses en aras de la verdad. Todavía no se ha dado cuenta de cuán absolutamente imposible sería una exigencia así. Esto sólo lo puede aprender a medida que renuncia realmente a lo que no tiene valor. Mediante esa renuncia, aprende que donde esperaba aflicción, encuentra en su lugar una feliz despreocupación; donde pensaba que
se le pedía algo, se encuentra agraciado con un regalo.

Ahora llega «un período de asentamiento». Es éste un período de reposo, en el que el maestro de Dios descansa razonablemente en paz por un tiempo. Ahora consolida su aprendizaje. Ahora comienza a ver el valor de transferir lo que ha aprendido de unas situaciones a otras. El potencial de lo que ha aprendido es literalmente asombroso, y el maestro de Dios ha llegado a un punto en su progreso desde el que puede ver que en dicho aprendizaje radica su escape. «Renuncia a lo que no quieres y quédate con lo que sí quieres.» ¡Qué simple es lo obvio! ¡Y qué fácil! El maestro de Dios necesita este período de respiro. Todavía no ha llegado tan lejos como cree. Mas cuando esté listo para seguir adelante, marcharán a su lado compañeros poderosos. Ahora descansa por un rato, y los convoca antes de proseguir. A partir de ahí ya no seguirá adelante solo.

La siguiente fase es ciertamente un «período de inestabilidad». El maestro de Dios debe entender ahora que en realidad no sabía distinguir entre lo que tiene valor y lo que no lo tiene. Lo único que ha aprendido hasta ahora es que no desea lo que no tiene valor y que sí desea lo que lo tiene. Su propio proceso de selección, no obstante, no le sirvió para enseñarle la diferencia. La idea de sacrificio, tan fundamental en su sistema de pensamiento, imposibilitó el que pudiese discernir. Pensó que había aprendido a estar dispuesto, pero ahora se da cuenta de que no sabe para qué sirve estar dispuesto. Ahora tiene que alcanzar un estado que puede permanecer fuera de su alcance por mucho, mucho tiempo. Tiene que aprender a dejar de lado todo juicio, y a preguntarse en toda circunstancia qué es lo que realmente quiere. De no ser porque cada uno de los pasos en esta dirección está tan fuertemente reforzado, ¡cuán difícil sería darlos!

Finalmente llega «un período de logros». Ahora es cuando se consolida su aprendizaje. Lo que
antes se consideraban simples sombras, se han convertido ahora en ganancias substanciales, con las que puede contar en cualquier «emergencia» así como también en los períodos de calma. En efecto, el resultado de esas ganancias no es otro que la tranquilidad: el fruto de un aprendizaje honesto, de un pensamiento congruente y de una transferencia plena. Ésta es la fase de la verdadera paz, pues aquí se refleja plenamente el estado celestial. A partir de ahí, el camino al Cielo está libre y despejado y no presenta ninguna dificultad. En realidad, ya está aquí. ¿Quién iba a querer «ir» a ninguna otra parte, si ya goza de absoluta paz? ¿Y quién querría cambiar su tranquilidad por algo más deseable? ¿Qué podría ser más deseable?

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